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En el año 2015 España empezó a dejar de votar por tradición, y uno de cada cuatro votantes cambió su opción habitual de voto. Esta cifra, que no ha variado en las elecciones posteriores, se duplicó el pasado 28M: casi uno de cada dos votantes cambió de partido, pasó a la abstención o decidió abandonar a ésta. Se trata de un dato lo suficientemente relevante como para que los partidos no se enfrenten al 23J desconociendo por dónde viaja la decisión de voto.

Vayan aquí algunos datos de partida. Por la izquierda, el voto se ha movido principalmente en votantes de las marcas de Podemos que se han pasado al PSOE, a las asociadas a Sumar, y fundamentalmente, a la abstención. El PSOE baja solo 400 mil votos, y los estrategas saben que este saldo es debido a los vasos comunicantes con otras fuerzas de izquierda que han decidido llegar a éste.

Por la derecha, y según lo esperado, cambian de opción millón y medio de votantes de Cs que en su mayoría se pasa al PP. Se aprecian movimientos también en votantes de Vox, que en algunas Comunidades Autónomas como La Rioja y Extremadura han podido emitir un voto útil para facilitar el cambio de gobierno. Este partido sube, sí, un millón de votos, pero hay exvotantes de aquí que han aportado al incremento tan alto del PP, pues si no, no saldrían las cuentas. Por último, en los dos millones más de votos que sube este partido están quienes optan por pasar de la izquierda a la derecha, superando el 9% que las encuestas anunciaban de socialistas que se mueven al Partido Popular.

El cuadro final de estos movimientos es una marea azul en la que bastiones tradicionales del PSOE, como las principales capitales de provincia de Andalucía, varios municipios de la Comunidad Autónoma de Madrid, o hasta cinco comunidades autónomas socialistas se sitúan hoy con un predominio de la derecha.

De cara a las elecciones generales del 23 de julio hay que señalar que hace tiempo que el votante se pregunta dónde colocarse. Hay millón y medio de votos de Cs en busca de paradero; casi dos millones y medio de Podemos que repensarán la utilidad de su voto tras comprobar que el 28M se fue a la papelera; más de tres millones y medio de Vox a quienes quizá mueva el deseo de acumular con el PP la fuerza para cambiar de gobierno; y si se mantiene la pauta del 28M, hasta 700.000 votantes socialistas albergarían pasarse al Partido Popular. Todo esto sin contar un porcentaje, que no será inocuo, de votantes que calcularán hasta qué punto es necesario sacrificar el disfrute estival en aras del resultado que desean se produzca.

Estos cambios a favor de la movilidad constituyen lo que los especialistas en comportamiento electoral llaman la “desinercia del voto”. La inercia es el efecto que tiene en tus consideraciones el apego a tu marca (apego que, fundamentalmente, se ha producido en España por tradición familiar), y que te lleva a dar puntuación positiva a tu candidato y partido, hagan estos lo que hagan. La desinercia consiste entonces en que las valoraciones políticas quedan menos inyectadas de adscripción partidista, y en consecuencia se da paso a información sobre otras realidades para formular los juicios.

Al desinerciar se pone el ojo, por ejemplo, en el estado de la economía del país y, sobre todo, del propio bolsillo. Es lo que ocurrió con la crisis financiera de 2010. En España, el resultado de las elecciones generales que le siguieron, las de 2011, batió el récord ya que medio millón de votantes socialistas -el dato es de los análisis menos “trasvasistas”- se pasó al Partido Popular. Una crisis hace al voto menos partidista y más realista, por cuanto se atiende a los resultados de gestión antes de otorgar la confianza a la opción habitual.

Pero los estudios revelan que no es solo la economía la que incita al votante a moverse. Diversos análisis internacionales han corroborado la tendencia por la cual, además de los resultados de gestión, se mira también los procesos mediante los cuales éstos se consiguen. Así, y quizá ocasionado por una mayor visibilidad de la corrupción como por los avances de la exigencia de una mayor transparencia, en las últimas décadas a la gente le influye también los procesos que se siguen para aprobar las políticas públicas. Y en consecuencia, el voto se fija en aspectos como la integridad, la honradez y la apertura al diálogo por parte de quien gobierna.

En definitiva, la evolución de los últimos años revela que hoy el voto premia y castiga (incluso a su partido) mucho más que antes. Al hacerlo, la persona toma su decisión planteándose más preguntas, contrastando el dato, vigilando y, sobre todo, mirando más allá del relato. El viaje del voto por la desinercia, entonces, exige más a los partidos y gobernantes pues, en cierta medida, lleva a examen la autenticidad de sus propuestas.

No son éstas buenas noticias para Sánchez, quien el lunes afirmó entender en el 28M la necesidad de convocar elecciones para “someter el mandato democrático a la voluntad popular”. Estos son algunos rasgos de la reacción en los medios a esa llamada. Los reportajes que hacen balance de su carrera se guionizan en torno a las modificaciones de opinión sobre cuestiones sustanciales que han jalonado su andadura. Los halagos refieren a su capacidad para dar golpes de efecto, pillar al rival por sorpresa, y para controlar los tiempos de todos con abruptos cambios de guion. Además, muchos analistas se preguntan por el as bajo manga que se estará guardando este líder al convocar anticipadamente.

Ciertamente las circunstancias han facilitado que Sánchez llegue a final de mandato de forma tal que sus gobernados le perciban como alguien que aspira a ocupar una página en la historia por su capacidad de resistir. De resistir, se podría decir en el contexto de estos párrafos, a todo intento del votante desinerciado de cuestionar, contrastar y escrutar la credibilidad de sus propuestas.

Pero parece que la inteligencia del voto viaja más de prisa. En los movimientos del 28M -que serán similares el 23J- no está solo el contraste del voto con el bolsillo, contraste del que, por cierto, Sánchez sale mejor parado que su predecesor Rodríguez-Zapatero. Lo que se recogió en la urna del pasado domingo tiene que ver con el castigo de quien se siente defraudado al escuchar que la promesa de progreso, tan repetida en estos años, va acompañada de una ley de protección a la mujer que rebaja las penas a los violadores; de la eliminación del delito de sedición y del abaratamiento de la malversación; de políticas de acceso a la vivienda que derivan en unos precios más altos del alquiler; o de dificultades burocráticas para cobrar el tan prometido Ingreso Mínimo Vital. Esta legislatura ha podido intoxicar el espacio semántico de la palabra “progreso”.

Por eso resulta fácil albergar dudas sobre la eficacia de la estrategia que ya se anuncia de hacer campaña a favor del progreso de la izquierda para frenar a la derecha. Ignoraría quien la usara que el balance del gobierno de coalición puede activar a quienes consideran que “más vale con los dislates de la ultraderecha que con los de la ultraizquierda”.

Cuando el relato no está soportado por hechos se vuelve en contra. Por eso, este viaje de la inteligencia del voto ha de suponer una llamada a los partidos para revisar su manera de comunicar, de hacer llegar sus logros a los ciudadanos. Pues que el voto se desinercie no significa que carezca de valores. Al contrario. La inteligencia del voto los busca más ávidamente, y cuando se topa con lo hueco, se marcha a otra parte.

 

Fuente: https://www.elmundo.es/opinion/columnistas/2023/05/31/647633ed21efa010598b45ac.html