El curso político ha comenzado con la campaña para las elecciones catalanas del día 1 de noviembre. Meses después, seguirán las elecciones municipales y autonómicas. Los partidos ya están haciendo sus cálculos para aplicar la estrategia que lleve al mejor resultado electoral posible. Y diseñan viajes, encuentros, discursos, vallas publicitarias, mítines… Es la disputa por el voto. Pero, ¿sirven de algo las campañas electorales?

Las campañas influyen muy poco en el voto porque los ciudadanos nos exponemos a la comunicación electoral de manera prejuiciada. Es lo que formula la teoría de la disonancia cognitiva, que explica que la persona, para evitar la distancia entre lo que ve y lo que piensa, tiende a prestar mayor atención a aquellos mensajes que están en sintonía con sus tendencias y a evitar aquellos que son contrarios. Por eso el votante acude sólo al mitin de su partido; presta más atención a aquellas informaciones del telediario que dan una visión positiva de su opción política o una negativa de las opciones ajenas; y con el transcurso del tiempo, recordará la información que favorecía a su partido y la que perjudicaba al resto.

Las campañas sólo refuerzan las preferencias políticas existentes. Ahora bien, éste es un efecto no despreciable: eludirlas tendría la consecuencia negativa de no reforzar a los propios votantes.

Pero, además, los procesos selectivos no se dan en todas las personas y en todas las situaciones. Por ejemplo, no actúan sobre los votantes que carecen de una opción política clara (las campañas son muy influyentes en los indecisos). De manera que siempre habrá una franja de electores en la que la campaña tiene efecto mayor o distinto que el del «simple» refuerzo de la propia opción. En contextos con previsiones ajustadas, el porcentaje de indecisos es suficiente para inclinar los resultados en una determinada dirección. Por tanto, si bien las campañas influyen poco, lo poco que influyen puede ser decisivo.

Así lo demuestra la revisión de los efectos de algunas actuaciones de comunicación electoral. Para empezar, los debates entre candidatos tienen un primer efecto de atraer grandes audiencias: tanto en España (donde los debates de 1993 ocuparon el segundo y tercer lugar del ranking del año), como en el resto de países en los que se celebran, son los eventos electorales con mayor seguimiento.

Los debates, además, acuñan imágenes. El candidato se expone a situaciones imprevistas y los ciudadanos pueden ver si, ante el ataque del rival, es ágil de palabra, entra al trapo o esquiva con habilidad. Por eso no hay detalle del debate (tanto del contenido como de la escenificación) que escape a la negociación entre los partidos en liza. Y por eso hay anécdotas paradigmáticas. En el primer debate televisado de la historia, el vicepresidente Nixon, que, por despreciar el consejo de sus asesores sobre los efectos de los focos, resultó sudoroso, gris y mal afeitado, perdió ante un desconocido e inexperto Kennedy, cuya preparación del encuentro se saldó con una actuación brillante, amable y atractiva. Años más tarde, Clinton ganaría frente a un bajito Perot, ridiculizado por el formato taburete, y frente a un cansado Bush padre, quien sin darse cuenta miraría el reloj transmitiendo el mensaje de que aquello le resultaba demasiado largo.

Los votantes son selectivos: ven en el debate lo que quieren ver; perciben que quien ha ganado es su candidato, y hablan sobre ello con gente que tiene su misma orientación política. Los debates, por tanto, refuerzan las opciones existentes. Pero influyen, además, en los indecisos, inclinando la campaña en favor del candidato que ha debatido mejor. De hecho, los resultados de la mitad de las elecciones celebradas en Estados Unidos son consecuencia de debates electorales.

Algo similar ocurre con los anuncios políticos. La publicidad negativa (la que ataca al rival, práctica frecuente en muchos países, y con interesantes tintes humorísticos) se recuerda más que la positiva; atrae noticias, y moviliza al electorado (estimula a votar a los que pensaban abstenerse). El votante, de nuevo, es selectivo: se inmuniza ante los ataques a su candidato. Pero la repetición de un anuncio negativo puede llegar a dañar la imagen del propio candidato. Es lo que sucedió con el vídeo del doberman en las legislativas españolas de 1996.

Ahora bien, los anuncios negativos pueden tener un efecto boomerang: la imagen negativa se la gana el partido que ataca. Pueden provocar incluso la compasión hacia el candidato atacado. Quizá haya que interpretar con esta perspectiva los efectos del DVD distribuido contra el tripartito catalán o las agresiones físicas a candidatos del PP. Por último, si bien los anuncios políticos no consiguen, en general, cambiar las intenciones de voto, sí pueden inclinar a los indecisos.

Asimismo, las campañas pueden acercar o distanciar al ciudadano de la política y de los políticos, y pueden instar o narcotizar la participación. Consideraciones éstas que reclaman de los partidos un adecuado diseño de temas, enfoques y escenarios; y de los analistas un apropiado esquema de interpretación.

 

Artículo publicado en El País

Fuente: http://elpais.com/diario/2006/10/25/opinion/1161727205_850215.html

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